domingo, 26 de mayo de 2013

El erotismo de las turcas: Mitos de Istanbul o Estambul (3)


El etnocentrismo, ya sabe, mirar el mundo a través de su ombligo, relanza la polémica. ¿Cómo es posible que en el siglo veintiuno las mujeres se cubran de pies a cabeza? ¿En nombre de la religión, el patriarcado, la costumbre reaccionaria? Es asunto delicado.

A las hembras que me acompañan en mi paseo por Istanbul les horroriza tener que cubrirse con un pañuelo que si usan, de cotidiano, es para proteger la garganta en los fríos inviernos nórdicos. Haciendo exceso, de elegantes, a modo de rebeca, cuando pasean a beira do mar de fora en los veranos galaicos. Uno, por mucho que les cuente que en los 60 todavía se estilaba en Europa la pañoleta multicolor, no encuentra compresión y si insultos.

Las turcas argumentan que es cultura y tradición. Algunas de bajinis, imposición. Les guste o no, el gobierno conservador turco les ha vuelto a meter el pañuelo en los últimos años. Antes, al menos en Istanbul, se veían pocos. Lo de “meter” es un arma de doble filo. La mayoría de ellas lo llevan porque quieren. Muchas incluso lo reivindican. Se sienten más seguras en la calle, tapadas de pies a cabeza, frente al macho testosterona que todavía no ha sido educado en la contención. Razón no les quito.

Mantener que las turcas son mojigatas es no querer ver el mundo. Solo hay que pasearse por las calles de la zona comercial del bazar para contemplar la explosión de tiendas de lencería multicolor que tanto entusiasman a las musulmanas. Pero hay más. Si usted se fija, por la calle, descubrirá los juegos del erotismo turco, que no es el nuestro. Mientras que hemos simplificado el juego erótico al desnudo puro y duro, el turco cultiva la ocultación musulmana como objeto del deseo.

Fíjese en esa hembra de pañuelo deseo y estiletes finos. Paseaba por el muelle del Istanbul asiático. Allí donde vive los turcos venidos de Anatolia. Nadie la importunaba. Iba vestida según la norma. Hermosa, bien conjuntada para los gustos locales, perfectamente maquillada, marcando en bamboleo de sus caderas al ritmo que marcaba la larga falda floreada. Un monumento de mujer. De pies a cabeza. Hembra femenina e independiente. Tapada de pies a cabeza. ¿Entiende?
 

El museo de arte moderno: Mitos de Istanbul o Estambul si usted prefiere (2)



Leerá en las guías que se debe visitar el museo de arte moderno de Istanbul. Sobre todo en las guías escritas por los anglosajones. No sé qué manía tienen estos autores con la nada. No es que el museo se diferencie de la mayoría de las modernidades de Europa y USA. Ya sabe, edificio grande, colección mínima, vivir a cuenta de las exposiciones realizadas a base de los préstamos de los amigos. Los turcos también lo practican. Eso, que les toque una exposición interesante cuando se encuentre con esos pagos, es como que les toque la lotería. Usted y yo, creo que con argumentos serios, optamos por la lotería.

Escrito lo anterior no debe usted llegar a la conclusión de que no debe intentar llegar al museo. Todo lo contrario. Buscarlo en la ribera del Bósforo es de gran utilidad. Justo al lado encontrara la mezquita más hermosa de Istanbul. Esa joya escondida que no le cuentan las guías. (Se lo cuento uno de estos días). Más al lado, entre la mezquita y el museo, están los cafés donde los asiduos pueden disfrutar de una buena pipa de agua y un tablero de damas o ajedrez. Hay que verlo.

El museo en sí, en una de las antiguas naves del viejo puerto comercial de Istanbul, tiene un restaurante con una excelente terraza para contemplar en Bósforo. No lo he probado pero dicen que se come bien. Allí encontrara la escena moderna turca. Esas mujeres subidas a tacones impresionantes y falda de tubo. Ellos más modernos que en el Soho. Entre cuadro y cuadro puede contemplar al paisanaje. Lo dicho, con suerte alguna exposición. Si se aburre mire al frente: el próximo destino.

 



Topkapi Sarayi; Mitos de Istanbul o Estambul si usted prefiere (1)


En cualquier guía que usted lea le dirán que debe poner los ojos en el palacio de los tiranos turcos. Tienen razón. Debe ir usted en peregrinación a maravillarse del lujo acumulado por los sultanes otomanos entre  1460 y la mitad del siglo XIX.

Siempre me asombra que en ningún de estos palacios imperiales se les explique al pueblo como sus antepasados eran explotados con placer. Pero eso es ideología peligrosa, dirán ustedes. No vaya a ser que la idea penetre en los cerebros agotados y se contagie la conclusion.  Lo dudo mucho. Usted ya sabe que al pueblo le va presumir de las gestas de sus tiranos aunque en ello les vaya la vida.

Las vidas de muchos y de muchas están enterradas en el devenir del palacio. Su vida se cabreara de lo que no le cuentan las guías: las colas inmensas para entrar. Están avisados: por muy pronto que usted se levante, abren a las 9, cuando llegue, estará rodeado de hordas de disciplinados asiáticos que vienen a contemplar los diamantes de la bisutería del sultán.

 
Por entrar el gobierno turco le sisa 20 liras por el palacio y ya dentro 15 por el harén. La mitad en euros. Les recomiendo que se saquen un pase para visitar todos los monumentos importantes de Istanbul. Sale, hoy, a 70 liras, 35 euros. Es la opción más económica. Eso sin contar que jamás volverá a tener que ponerse en esas colas interminables que siempre hay.

 No eviten visitar el harén. Es lo mejor del palacio. No se deje llevar por los abalorios de los joyeros que la masa a penas le dejara contemplar. Ojo a la cámara y la cartera que allí no hay lira segura a las manos finas de los ajenistas.

El harén representa el poder de las mujeres y la incompetencia del sultán. Ellas lo derrotaron. Si se sale el inglés pierda el tiempo en leer los textos explicativos. Le situaran la vista a las geometrías y arabescos de los muros en otro contexto.

El resto es patear salas vacías repletas de pueblo, oxigenarse mientras contempla el discurrir de los barcos por el Bósforo, perderse entre los jardines donde todavía hay silencio bajo la sombra de los árboles, pensar que amansaron fortuna y la perdieron. Saber que cualquier tiempo pasado fue peor. Confirmar que el agua es más importante que los diamantes. Repensar que por mucho sultán que fuera en invierno pasaba frio y en verano un calor insoportable. Cultive su dacha pues.

 
 

domingo, 12 de mayo de 2013

Lecciones de Istanbul: La cartera como identidad


Pensar que solo los europeos tienen derecho a vivir bien es un síntoma de imbecilidad. Si usted prefiere diremos etno(euro)centrismo. Eso que su abuela y la mía definían como mirar el mundo a través de tu ombligo.

Los pueblos atrasados, con esto de la globalización, se apuntan a la carrea con pasión de principiante. Es insoportable. No, no saque conclusiones equivocadas. A mí que se hagan de oro me parece muy bien. Pero en la economía clásica, el llenar la faltriquera, se ejercía a base de llenar la hucha –peto si es usted galaico portugués-. Siempre fue así. Es la base que sustenta las grandes fortunas. Las grandes corporaciones. Los suelos firmes de la riqueza común. El ahorro del pueblo que hoy quiere comerse la banca de las preferentes.

Que usted, ahora, este rodeado de los del pelotazo por todas partes, es nuevo, de duración corta, sin futuro, y ya ve, sufre, las consecuencias. Uno detrás de otro cayeron y caerán estos gigantes de barro.

Pues viajando se encuentra uno con una cantidad de aprendices de estos hijos de mala madre que no vea. Llegas a Istanbul hambriento. Te sientas en un chiringo al lado del Bósforo que ni carta ni papel tiene. Venden pescado frito, pan y cerveza. Te lo hacen al momento. Está a rebosar de locales. Ingles saben que existe, solo hablan turco. Te explicas con las manos y los gestos. Todo sonrisas. Hasta que llega la cuenta. Un solo número escrito en un papel pringado de aceite: 235 liras turcas. Divídalo por la mitad para sacar la cuenta en euros. ¡Pero será joputa el turco! ¡Por media docena de xurelos mal paridos!

Aprenda hermano. La próxima vez gástelos en un restaurante de postín en Paris. Que le darán exquisito vino y mejor manjar por el mismo precio. ¿Se me queja? ¿Quién lo ha mandado ir de explorador a las ultimas fronteras que ya no existen? ¿No sabe que hoy Istanbul es destino de modernos con carteras petulantes, esos, los hipsters ahorradores que se orgásmizan de nuevo con lo etno? ¿Qué etno?


Volver a Istanbul


Volví a Istambul. Ultima frontera de la Europa vieja. Ciudad milenaria a la que los sátrapas del delirio religioso le cambiaron el nombre sin saber porque. Sigue estando allí. En la ribera del Bósforo. Frente al Asia que tampoco lo es. Por mucho que se empeñen las guías de viaje. Al otro lado también ha llegado Istanbul.

Una vez fue una ciudad frontera. La Constantinopla de los griegos. La que levanto catedral bizantina. La de los frescos policromados sin fondo. La de las culturas multicolores. Gran bazar del Mediterráneo.

Ya no existe. La mataron lentamente unos y otros en nombre de su religión y su estupidez. Disfraz pudiente de sus dineros. De lo poco que le quedaba le dio el tiro de gracia el turismo de los posmodernos y la patada asesina la masa que va detrás.

Volver es malo. Los humanos practican entre otras imbecilidades el culto activo a “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Es el romanticismo que niega que todo discurre y pasa hasta convertirse en nada, lo que siempre fue. No hay que desesperarse, de la nada es de lo que sacamos la fuerza para vivir en este sinsentido que tanto placer puede darnos, cuando se desparrama. Usted lo sabe.

Volver es malo ya que produce el síndrome de Ulises. Los psiquiatras lo describieron para contar las miserias de los emigrados. Puede aplicarse a la población general. Es la historia de mi tío, por ejemplo. Después de probar suerte en varios ruedos le tendió la fortuna la trampa de mantenerlo de fartura en el puerto de Scheveningen, donde amanso fortuna para levantar castillo en la patria. Cuando retornó, de jubilado joven, salió escopetado de vuelta hacia los mares del norte. ¡Aquel país no era el suyo, menudo timo, se lo habían cambiado! Si, treinta años después las lecheras ya no te llevaban a casa  la leche con manteiga. Ahora la vendían en bolsas de mala muerte y sabor apestosamente descremado.

Usted jamás deberá hacerle caso a un psiquiatra – de los psicólogos ni hablarle, tiro en la frente o colgarlos- pero en una cosa si tienen razón: La memoria es nuestro mayor enemigo. O amigo, según los casos. Disfraza la realidad de forma asombrosa y sistemática. Nada de lo que usted tiene registrado en su cerebro pasó. Lo que usted cuenta, sus recuerdos del pasado, es lo que usted quiere ver. No intente disimularlo.

También mis recuerdos de la Constantinopla que vivi una vez. Por eso volví. Por eso veo otra cosa. Ya que aquello, que vi, no existió jamás. De lo que si estoy seguro es que de aquella no había tanto imbécil detrás de una guía de viaje. Indiscutible es que de aquella, nadie, me tomaba por una cartera andante. Hoy si, hoy valgo lo que abulta mi cartera. Es la tragedia de los pueblos románticos, de los barbaros fronterizos: a menos que te descuidas abrazan con imbecilidad infantil la destrucción del capital. 



La mejor camara para viajar


Me he pasado algunas horas delante del portátil intentando saber que recomiendan los viajeros titulados en esto de las cámaras. No saben, no contestan. Aunque escriban a raudales. Como decía mi señor padre, jamás he conocido a nadie que te reconozca abiertamente que el coche que se ha comprado es una mierda.

Una cámara de fotos para viajar es un instrumento para llevar en el bolsillo a todos los sitios. Discreta. Que no llame la atención. De uso fácil. Todo terreno con cualquier tipo de luz. Óptica buena. Imágenes perfectas.

Sigo maravillándome con los cachorros que se empeñan en arrastrar esos teleobjetivos que les venden como salchichas. No es cuestión solo fálica, que las hembras se apuntan también a la moda. No me haga chiste fácil que se supone que ellas, inteligentes, aprecian mas la habilidad que el tamaño. Solo la idea de joder la columna me hace pasar la página.

No les llevare la contraria. Un tele de unos 200 da para mucho. O para nada. Los que militamos en la ideología de Bresson mantenemos que no hay mejor tele que acercarse. Lo que le resuelve el problema fundamental de cualquier teleobjetivo. La necesidad imperiosa de luz abundante para hacer fotos decentes, esa que jamás hay cuando usted la necesita. Teles con aberturas de 1,5 no los hay o son impagables.

Pues ya sabe lo que hay en el mercado. Si es usted rico cómprese una Leica. Más que nada para enseñarla. Con un poco menos le da para una Sony rx 100. O se pone usted en la senda de la moda y se pasa a Fuji. Al día de hoy solo se puede escoger entre una Panasonic LX-7, una Fuji X-20, y con más plata una Fuji X-100s. Es lo que hay.

La Fuji x-100s se le considera la Leica proletaria. Puede serlo. Es una cámara buena. Muy buena. Hace fotos perfectas. Lo tiene todo. Me parece cara. Piden unos 1300 euros por ella.

La Fuji x-20 es la versión barata. La calidad de sus imagines es inferior. Como su precio. Anda por unos 600 euros. La Panasonic LX-7 es otra cosa. Por 400/ 450 euros encontrara usted la joya de la corona. Una máquina de calidad excepcional, con lente Leica. No se deje engañar con la argumentación de que las nuevas Fuji tiene un sensor más grande. Es verdad. Pero la calidad final es la suma de factores y el resultado, la calidad de las imágenes, es superior en el caso de la Panasonic. Es más pequeña, más ligera, su batería dura más… es la consagración del trabajo de Panasonic/ Leica desde que sacaron el modelo LX-3 hace años; una auténtica revolución que han ido mejorando en el tiempo.