martes, 7 de diciembre de 2010

El tiempo que se fue


Atado a la cama y los pañuelos de papel por un virus voraz contemplo las últimas fotos de un verano de infancia. Mientras teorizo sobre virus y otras posibles etiologías de los múltiples dolores que no pasan. Que una vez no es estrés si no una enfermedad asesina ya que todos debemos morir. Veremos.
Miro el último lugar donde me pase el verano sin hacer nada. O haciendo nada. Una forma de mirar el MarOceano. Contemplando una tras otras las olas que desparraman sobre la arena pulida del Ártabro. Ver como los que tienen cuerpo para ello intentan cabalgar las olas, los más en versión submarina. Atizarse una cerveza para combatir el cansancio de no mover una sola neurona. No decir nada. No pensar nada. Hablar de nada y pasar entre el calor las horas, de la nada.
Así eran los veranos de la infancia. Cuando nos llevaban en el tranvía al Alto do castaño, viaje de aventuras a tres kilómetros de distancia, que ni era alto ni jamás le vi castaños. Pero allí podíamos correr entre los frutales por las tierras de la marquesa que solo repetía: ¡niños no os manchéis! Imbecilidad manifiesta cuando las higueras derrochaban calorías al alcance de la mano. Jamás hubo higos más dulces. Sucumbieron bajo el pelotazo 4 viviendas y dos áticos con garaje y cocina a elegir en el mejor sitio de la carretera del cruce…por donde bajábamos, por Solloso, a la playa de la Gándara donde había lo que ya no queda: playa, navajas, almejas, berberechos, el bote del tío traficante, las enaguas de la prima. Volvíamos derrotados de nada hacer, a escuchar a Perico, el canario que tañía las habaneras del abuelo mientras que no hacíamos nada. Absolutamente nada. Como ahora. En la cama. Sin hacer nada. Nada más que esperar a que el tiempo se vaya.

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