Acabo de volver de Irlanda. Fui hace unos
30 años por primera vez. Cuando le decíamos que si a la pianista mientras desnuda
con su chaqueta azul, su camisa blanca, su pantalón de arlequín amarillo, su
collar de perlas de burguesa que lo era, sus irresistibles zapatos azules de tacón,
le hacíamos el amor. En la cama de la otra. Siempre hay otra que se queda. Aunque
diga que se va. Nos quedamos con la pianista. Otra historia.
Volvimos a ver en lo que ocupa el tiempo
la historiadora que alimentamos. Imagine: En Irlanda se aprende en la
universidad que sin liberación nacional no hay liberación social. La clase
trabajadora de las colonias lo tiene complicado. Golpes a los podemistas hispanos
En fin, el país ha mejorado. Comen. Tienen
carreteras. Ya no hay que arriesgar la vida en esos caminos de cabras. Nuevos
vehículos de rico. Turistas a cientos. Emigrantes explotados. Pubs para la tradición
consumista. Cerveza para lo mismo. Tienen como buen moderno museos nuevos sin
colección. Ganan en el número de librerías bien surtidas y bares que despachan
mal café. Mantienen un equilibrio entre la
vida relajada y la eficacia. Se quejan de que alli nada funciona. Como
en cualquier lugar.
Hace 30 años recorrimos la mitad de la
costa occidental irlandesa buscando sus muelles de pescadores. Para descubrir
que aquello en una costa salvaje no existía. Había otras muchas cosas
interesantes pero aquello no. Descubrimos los tejidos de Donegal, los jerséis
de las islas, la cerámica de Kerry, el puerto de Baltimore… Descubrimos que el tiempo no ha cambiado