sábado, 9 de abril de 2011

Volver siempre es difícil


Se acabó la fiesta. De momento. Hay que volver. Llenar la maleta con la ropa sucia y los chocolates para la ninfa. Buscar donde escondimos el billete de avión y el pasaporte. Desnudarse virtualmente delante del aduanero que esta vez se interesó por el portaminas comprado en Berlín hasta destriparlo y rearmarlo con precisión germana: beautiful!, dice tan tranquilo. Y yo pensando ya que lo consideraba un arma de destrucción personalizada. Mi ordenador, maquinas, agenda, libros, teléfono, revistas, no le interesan. Las cosas que antes hacía despertar a estos mercenarios del poder ya no les mueven ni el maxilar inferior de la disculpa. Mis dibujos sí. Me despide con la frialdad de un crítico de arte relamido deseándome buen viaje.
Después de recorrer las tiendas del aeropuerto para reconfirmar lo que ya sabíamos -para encontrar gangas hay que llegar a Singapur- consumimos el ultimo vienes a precio de champagne francés. Salimos a la hora. Llagamos antes de lo previsto.
En el caótico aeropuerto de lo cotidiano pasamos la aduana que nos recuerda que Europa sí, pero la vaquinha po-lo que vale. Las fronteras siguen existiendo cuando al poder le conviene. Encontramos el coche en su sitio. Pagamos el impuesto revolucionario por usar el aparcamiento de larga estancia. Entramos en la fila. ¡Bienvenido a la realidad de todos los días! Entre el arranca y para escuchamos en la voz de los amos lo que les conviene. Nada ha cambiado. Los mismos discursos, las mismas vaciedades. Las músicas -¿músicas?- te levantan dolor de cabeza. A trompicones vamos llegando a la dacha, que sigue en pie, con las ventanas alumbradas. Volvemos a casa. Eso no es lo grave. Lo grave es que el lunes volveremos a levantarnos en la más plena noche para seguir generando plusvalías.
Pero no crean, volveremos a salir al camino. O al océano.

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