lunes, 27 de junio de 2011

El mar de Grevelingen


No había muchas almas. Solo algún despistado no dispuesto a perder el día por la falta de sol. Gran día. Tampoco había viento. Mal día. Sin viento, mal negocio. Queda sumergirse en el ronronear del viejo diesel, 35 años. Dos vidas y media en el mar. Tampoco estábamos para eso. Como la mayoría de los barcos cultivamos el arte de captar con sutileza la más leve brisa.
No crea que es cosa fácil. Desespera a los apurados que no poseen el toque franciscano de esperar hasta que llegue la buena ola. Tampoco crea que dimos la vuelta a la esquina. Bordeamos todas las islas del mar de Grevelingen acompañados por un sincrónico cambio en la dirección del viento. De arribada incluso nos divirtió con un alegre vivace fuerza tres, para lucirse en la bocanada como merece un lobo de mar hambriento de vino y ninfas. Los dioses, como las meigas, ‘hay los’ aunque no existan.
Por el camino nos olvidamos de las reparaciones pendientes, la espalda que duele, la gotera huidiza. Nos atizamos con arenque del mar de Dinamarca, cerveza blanca de Limburgo, pan de centeno del supermercado de la esquina, cebolla blanca de Tours.
Deberíamos habernos quedado para repetirlo, pero ya saben que mañana sale el sol y el mar vacío se convertirá en la rua real de aquí estoy yo.


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