miércoles, 28 de septiembre de 2011
La isla de Ré
Es la otra. La que junto con Oleron forma la bahía de La Rochelle. Ese sitio paradisiaco para los navegantes que se pueden permitir el placer de tener algo que flota. No piense usted que hay que ser rico. Algunos, subidos a sus tablas de surf, navegan y se divierten más que muchos señoritos en sus yates.
Ré es la isla de las bicicletas. Algún inteligente convirtió los caminos campesinos en pistas asfaltadas por las que pululan durante el verano miles de domingueros mentales. No se asuste si pisa estos pagos. Si durante el invierno se pegan a la calefacción unos 16.000 isleños que no salen mucho para no ser transportados al otro espacio por el viento feroz, en el verano mendigan espacio 160.000 almas de ciudadanos salidos de las colmenas del hormigón.
Aunque la isla da para ir de playa en playa y tira porque me toca, todo se reduce a visitar San Martin. Hermosa ciudadela fortificada que en alguna época sirvió para defender los astilleros de Rochefort. Donde se concentraba el poder del almirantazgo atlántico gabacho. No perdió la compostura ante los hijos de la Gran Bretaña. Si sucumbió a las hordas de turistas.
Hoy la cosa consiste en dar vueltas y más vueltas por sus rúas llenas de comercios caros y más caros. Unas cuantas heladerías adornan el tránsito. La evidencia de que ya no es tierra para pudientes es que al día de hoy, buscar un restaurante serio, es un imposible. El hermoso puerto repleto de visitantes rocheléanos ha cambiado las estrellas por la pizza barata y los mejillones microscópicos, tanto en tamaño como en sabor, franceses.
Aquí y allá todavía se divisa alguna ninfa de lo que fue. Entrada en años. Viene por aquello de la costumbre. Hasta que el infarto del portacheques estropea la fiesta que nunca fue. En Re, aparte del precio de casi todo, ya no hay lujo. Esa necesidad.
Los otros, vamos, la mayoría, atraviesan la isla para llegar al mítico Faro de las Ballenas. El faro por antonomasia de las costas de Francia. Quien allí no ha estado jamás ha visto un faro. Llegar tiene su salsa. Hay que atravesar la isla de cabo a rabo, por una carretera mal asfaltada, llena de rotondas, interrumpida cada dos cientos metros por cinco semáforos. Si se impacienta llegara pronto al hospital. Tómelo con calma y sueñe que recorre la campiña en un descapotable. Es lo que hay.
Aparcar delante del faro será peliagudo. La masa se le ha adelantado. No arriesgue. Hay policía solo ocupada en la recolección del impuesto revolucionario. Allí, fuera de los bares y los suvenires made in China, encontrara un hermoso faro. Pero eso se lo cuento otro día.
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