Fui a Colonia. No lo haga. Allí no se le pierde nada. Al
menos no hay nada de eso que se llama memorable. De lo que recuerda dos minutos
antes de pasar al camposanto. Todo lo más un punto que borrar de la lista como
ahora hacen las masas de viajeros que nos cuentan que ya han violado otro
destino más. Como si orgasmos o coños de vírgenes coleccionaran. ¡Pueblo!
De camino nos sacó la policía holandesa de la autopista haciéndonos
rodar por esas pistas rurales bien asfaltadas que enseñan que son un país serio.
Tanta precaución, dice al minuto la radio, para evitar que respiremos el
posible asbesto que se ha desprendido en el incendio de una granja de cerdos al
lado de la autopista. Al final del mensaje informativo, como quien no quiere la
cosa, estamos en el norte de Europa, con compasión fingida, dice el locutor que
no se espera encontrar sobrevivientes entre los 350 cerdos calcinados. Amen.
Tres cuartos de hora más tarde de lo previsto arribamos
en Colonia. Buscar el hotel es complicado con tanto túnel en el que el GPS se
pierde. ¡A mala hora el incendio! Coincidimos en un semáforo con un húngaro descerebrado
mentiroso imbécil, tres en uno, que no contento con llevarnos por delante el
espejo retrovisor del carro se dio a la fuga.
En Alemania el pueblo ama las normas. Nos indicaron
amablemente por donde se había fugado el hijo de mala madre. Atrancamos el
carro delante del autobús repleto de japoneses que conducía el desmemoriado
copiando el modelo Miami vice. Me ofreció 20 euros por el espejo. Tragedias
europeas. Con eso poco compro en el país
de la reina naranja donde duermo de arribada. Lo menos 200 eurones.
Posiblemente un tercio de su salario mensual. Casi le da el infarto cuando se
lo dije.
Se puso bravo y amenazante el comedor de huesos de cerdo.
Ya no había espacio a la solidaridad de nada. Algunos pueblos entraron
demasiado pronto en Europa. ¡Que venga la polizei, pero tú de aquí no te mueves
gran fillo da grande putana! La eficacia germánica del agente bien educado y la
poliglotía de la ninfa resolvió el incordio. Le he causado cuatro problemas las
próximas semanas: desayuno, comida, merienda, cena. Pero quien se escapa del
lugar del crimen siempre es culpable.
Pues no se crea. Tras algunos tumbos más y unos cuantos
giros irresponsables y multables, llegamos al hotel de mierda. Amablemente una señorita
y un proyecto de caballero nos mentan que el ordenador esta escarallado y nada
de asentarse. Si quiero me regalan una cerveza cutre mientras espero a que
arreglen la incompetencia, pero antes que les pague la cama.
A veces me pregunto cómo domino la pasión recta y
coherente, el deseo vital y democrático, de rebanarle el pescuezo a uno de
estos gallos miserables. No se apuren. No dormí debajo de ningún puente ni en
la comisaria si no en una cama aceptable. Frente a la catedral del pueblo. Por
un precio módico, desayuno incluido. Después de haberme atracado en una cervecería
de nombre con manjares y elixires de la Alemania proletaria.
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