Sobre perversiones, de lo que quiera. Cada uno con la
suya y casi siempre múltiples. No crea usted que solo se trata de los que eyaculan mirando las bragas de la vecina detrás de unos prismáticos. Tampoco de
los que se esconden detrás de dunas y matorrales. Ni me refiero a los que lo
hacen en público y se pasan horas masturbándose con la contemplación de sellos
variados, monedas etruscas, fotos de cachalotes, pájaros a la deriva, mariposas
de flor en flor, primeras ediciones de los presocráticos, las mejores fundas de
LP’s, muñecas en traje regional, la pornografía
legalizada de Taschen….
Yo también tengo varias. Alguna es pública y conocida.
Meterme en las tiendas de material para viajar al fin de la esquina, el primer semáforo,
el primer mundo. A ver lo que jamás compro ya que el racionalismo me impide
despilfarrar lo poco que tengo. Es más, el único objeto adquirido por vicio
inconfesable es un tenedor de titanio que se pliega y se mete en el bolsillo
para comer sardinas sin pringarse los dedos cuando hay pan de Neda al alcance. ¿Pero
mirar, mirar?, eso.
En Colonia hay una tienda de la cadena alemana
Globetrotter de no sé cuántos pisos, la catedral de la aventura y el viaje. Vende todo lo que se le puede ocurrir
a usted y más treinta inventores. Para despertar tiene una habitación donde cae
agua a chuzos para probar la impermeabilidad de telas y botas. Un muro para
entrenarse en la ascensión al Everest, un estanque para navegar entre
procelosas aguas…
Estaba a tope. Todo un día de sexo placentero gratis.
Pues nada, una bolsa para viajar a Tombuctú sin que llamen la atención a
carteristas y jode eventos no te venden estos especialistas de la aventura.
Todo diseño, todo light, todo fibra. Hace falta ser anticuado para buscar una
bolsa de lona de las que resiste todo. ¡Si eso ya ni en la mili se lleva! Pero ver, ver… ver e non tocar e como beber
sin tragar
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