Bajamos a
Barcelona con la disculpa de la reunión anual del loquerio europeo. Seguía en
el mismo aeropuerto. Un poco más vieja. Más sucia. Mas llena.
Turistas más que
siempre. Cambio un tanto la fisonomía. Hoy los invaden hordas de asiáticos,
macarras rusos, los holandeses de siempre, los yanquis del verano ya se habían ido.
Las putas
nigerianas que la última vez que estuve te incordiaban por las Ramblas han sido
exiliadas por esos energúmenos de mozos escuadrados. Concepto fascista mediterráneo
que aupó la tradición de la derechona catalanista. Derechona al fin y al cabo.
Más abajo del
Raval, donde se pierden las calles de la modernidad, entras en tierras
musulmanas. Donde otros energúmenos reivindican el califato suyo, que nunca
fue. El resto, más o menos, es lo de siempre.
Más la crisis.
Las tiendas se notan huérfanas de clientes. Si entras te atienden a cuerpo de
rey. En las librerías hay menos papel, pero siguen manteniendo el pulso. La Central
vende libros y no estantes vacíos. Las terrazas tienen hambre de clientela a
algunas horas. Pero en las tardes apacibles de los últimos calores se rellenan
a golpe de marea.
Ya no quedan
quioscos. Y si quedan venden de todo menos periódicos. Quedan las tradiciones. Allí,
como siempre, delante de la catedral, los viejos y asimilados hacen gimnasia a
golpe de sardana. Es una forma elegante de conservar la salud. Otros por menos
van al gimnasio. No puedo contarles si disfrutan. Sus caras serias denotan más concentración
que aburrimiento, pero nada de diversión. La música que soplan emociona nada,
que estos fenicios son de ola corta.
El cambio viene
dado por el abaneo de la enseña estrellada. La de ellos, la nuestra, la del
poder popular. Cuelgan muchas banderas
estos días de los maríneles barceloneses. Y algunos trapos. No sé si de la
diarrea futbolística o de la provocación españolista.
Del resto, de
eso, de si votan o no votan, hablan los otros. Ellos ya se han ido. Haga la
maleta y vaya, vuelva, a Barna.
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