¿Qué es la
Britanniahutte? Una hospedería de montaña bien colocada en la ascensión al Strahlhorn.
En la teoría practicable en verano, y si se pone, invierno. En verano está a
rebosar. En invierno solo suele ser posible desde mediados de febrero.
Lo que nada dice
en la montaña, con su tiempo imprevisible. Anuncian sol y nieva; y viceversa.
Por no mentar los cambios borderline en pocas horas. Puestos a desafiar la lógica
nos dejamos transportar hasta Felskinn a ritmo de modernidad. Allí el viento
cortaba. El sol también. En los ojos. Por mucha gafa negra que se lleve, el sol,
allí arriba, 3000 metros más o menos, muerde.
Nos pusimos a
trepar por la pista teórica que te lleva a la cabaña. A veces reconocible, a
veces adivinanza. Parece que nadie se ha aventurado las últimas horas por allí.
¿No era lo que se buscaba? La ilusión inútil de no encontrarse con nadie.
Aunque solo sea porque la nieve caída ha borrado las huellas.
Las primeras
rampas son agotadoras. Masoquismo imposible que te atenazan los muslos. ¿Pero qué
hago yo aquí rompiéndome el alma si lo más posible es que ni podamos llegar?
Sigues ya que no hay más llamada que el pico del Egginer. Masa colosal de
piedra negra. Empalmado entre las demás cumbres. El único que se sacude la
nieve que le cae y le resbala. No es el más alto, si el más imposible. Allí,
eyaculando el desafío de decirles a todos: se mira y no se toca. Salvo amantes
del cementerio.
Pudimos trepar
hasta los pies del Egginerjoch. Su vecino aparentemente más amable. Cubierto de
hielo imposible. Ya no estamos para esos trotes. Allí arriba contemplamos el
resto. Lo que te queda para bajar. Dos minutos. Más tiempo no hay. Así es la montaña.
Siempre que subes no llegas. No lo olvides. Siempre hay que bajar. Para llegar.
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