Usted sabrá. Si los días no le
sobran dedíquelos a otros menesteres. Allí poco hay. Menos, que ver. Lo mejor
de lo mejor es la casa del pueblo un canto cochambrosa que siguen cuidando como
señorita de cristal. La sede del gobierno. Para no gastar en apariencias. Si,
con el voto debería mandar a los mangantes de su tierra a aprender.
Tampoco crea qua allí no les da
de vez en cuando el virus del despilfarro. Estropearon medio muelle para hacer
una sala de conciertos rebosante de luz y cristal. Mas cemento. Lo de la luz se
entiende. En los meses del largo invierno no hay. Lo otro es para que los
turistas vayan y hagan fotos.
Lo mas fotografiado es la
catedral del país. Les pareció la idea tan buena, inspirada en las columnas de
basalto que abundan por la geografía islandesa, que ya han copiado la idea varias
veces. Una polla empalmada donde los canticos de salmos acompañados de un majestuoso órgano dan buen
oído.
Habla la leyenda de las noches
salvajes de las valquirias islandesas. De ellos no se sabe. Parece que la historia no paso de darles de beber. Eso es lo que hacen ellas y ellos. Beber en
las noches de fin de semana hasta la extenuación. Como pueblo de campesino americanizado
se emborrachan en los coches que con música tecno volumen rompe tímpanos, dando vueltas a las dos manzanas que contiene todo el centro. Luego acuden a las
discotecas locales donde a gritos y alcohol, el deporte nacional consiste en
bailar con las tetas al aire encima de las mesas. ¡Sureño controle la libido!
Los islandeses, luteranos reformistas, follan tras intensas y largas
declaraciones de amor, y poco.
Reikiavik es un pueblo grande. Unos
120.000 habitantes. Con un centro con un par de calles repletos de bares y
tiendas para turistas. Mas no hay. Por eso, allí, no se le perdió nada
comparado con lo que el resto de Islandia enseña.
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