Llueva a mares. Sigue la borrasca de
invierno, ininterrumpida y por etapas como bien predijo el camarada Stalin. Entrando
para joder. El pueblo se queda en casa atado a la cerveza y la hamburguesa. La
pizza ya la comieron ayer. Cocido en el norte no hay.
Entre diluvio y diluvio hay quien se
arriesga entra la niebla. Que en los canales deja hacer hermosas fotos de
melancolía acorde con el invierno. Pero el mundo aquí no se para.
Los turistas que van a Ámsterdam se
deslizan en procesión calle va y calle viene. Jamás salen del centro turístico.
Extraño ya que Ámsterdam crece y nacen zonas nuevas para vivir que se nutren
del entusiasmo nórdico a gran velocidad. El norte de Europa no descansa.
Para muestra un botón. Alli donde ayer fue
puerto de cabotaje de Ámsterdam los edificios crecen, los barcos siguen, las
jóvenes familias buscan piso para llenar de diseño Ikea. Pero hay mas. El
ayuntamiento realiza edificios con talleres a precios módicos para jóvenes creadores.
Que funcionan.
Algunos incluso lo aproximan a la perfección.
Entre taller y taller una sala de conciertos donde los músicos cobran pudiéndola
usar para gravar sus obras. En tarde de sábado, por la voluntad y el precio de
un buen vino con salami judío de tapa. Estaba a rebosar.
De fuera parece la vacía asepsia nórdica.
Que también lo es. Pero en eso consiste también el arte de viajar. Ver mas allá
de las simples paredes.
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