Ginebra es lugar de trabajo para la
mayoría de los mortales. Incluso para los esbirros del capital que encorbatados
se matan por sobrevivir en el mundo de las finanzas. No piense que porque
lleven corbata y cuello de camisa versión aeroplano son todos ricos. La mayoría
bajan de los autobuses que los traen de la periferia.
Pasta alli si hay. La suelen tener en
abundancia los que vienen de fuera. Esos que se alojan en sus ricos hoteles en
la ribera del lago Leman. El pueblo proletario se pasea en el verano entre los
lujosos autos que les aparcan hieráticos porteros uniformados de invierno, sin
saber que forman parte del espectáculo. Los unos y los otros.
Alli es a donde van la masa de turistas.
Esos que no pasan de tomarse una cerveza barata en los cuchitriles del malecón,
mientras los parias africanos exhiben sus músculos y las rubias locales los
miran con avaricia y sin ganas.
Las librerías son un caso aparte. Ginebra
se hizo rica no por arte de magia ni inspiración divina como suelen creer los
educados en la cultura católica. Dios, que no existe, no da ni la hora. El
éxito les viene de un cura. El señor Calvino. Un tipo ayatola, reprimido, que
vendía una versión pura, ortodoxa, de vivir a base de escornarse y
juntar hasta llenar la bolsa vaciando la vida. Tuvo éxito. Llego justo en el
momento en que el burgo necesitaba afianzar su hegemonía frente a otros cantones
suizos y consiguieron mantener la independencia de la ciudad cantón que Ginebra
realmente es. La obligada lectura de la biblia que imprimieron los calvinistas
entre seguidores afianzo la lectura entre estos pueblos. Lea acrecentó la
cultura. Entreno la capacidad de pensar, Enriqueció las discusiones, el
pensamiento.
En Ginebra se sigue leyendo. En Ginebra
todavía hay primorosas librerías de viejo que venden joyas de libros a todos aquellos
que aman el papel. Ni a usted ni a mi nos llegan los doblones para comprar alli
mucho. Pero por mirar no cobran. Por tocar menos. Los libreros suizos son unos
tipos educados que atienden a sus clientes. Entra dentro del negocio exhibir lo
que venden. Por eso si patea aquellos pagos, deje los relojes de oro y
diamantes que nunca va a poder comprar ni tocar, y al menos contemple los gravados de Le jardín parfume,
manuel d’erotologie árabe de Cheikh Nefzaoui en su primera edición de 1886. Prendera
muchas cosas sobre sus arrebatos, por ejemplo.
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