domingo, 20 de mayo de 2012

Amanecer en Den Osse


Allí solo van los que llegaron. Sin literatura. Cinco holandeses, dos belgas, tres alemanes, un gallego, un inglés, dos chinos ilegales. Lo que hay.
Queda a desmano. En la última frontera civilizada. Mientras que dure. La arena crece y los bajos ensanchan convirtiendo las aguas en un nuevo laberinto de canales buenos para las ostras y las crías de peces. No más. Llegará el día en que el mar quede lejos.
Las focas se multiplican. Los buceadores también. Las medusas crecen más rápidamente imponiendo el equilibrio. Solo el hambre  aumentan el número de cañas en busca de las baratas proteínas del mar. Todos en el mismo sitio haciendo masa sin molestar.
En Den Osse hay barcos. Pagados. Los otros, los comprados para blanquear los euros del capital están en Port Zeelandia. Millas más arriba. Cerca de Rotterdam. Allí podrá contemplar yates para dar varias veces la vuelta al mundo que jamás navegaron ni navegaran. Todo lo más usados de lupanar bajo la disculpa de una reunión de trabajo en los días soleados que poco  abundan por estos pagos
Desde Den Osse se navega. Se acumulan horas de mimo a la cascara flotante. Los hay de todo tipo y colores. Se les adivina la nacionalidad entre los pontones: el orden alemán, la comida de los belgas, el anarquismo holandés del todo vale, el uniforme exquisito del té a las cinco y el whisky a todas horas llueva o llueva, siempre llueve,  del hijo de la Gran Bretaña…
Los amaneceres solo son cortados por los graznidos de las gaviotas. El pueblo navegante, educado, no viola el silencio mágico del sol que renqueando comienza a iluminar el día. Mientras miras para la veleta pensando que rumbo pondrás hoy. Eso, el rumbo, que siempre lo marca la naturaleza. Aunque a los románticos utópicos les encante decir que lo han escogido ellos. Todavía hay quien no se enteran que todo, incluso la estupidez, es un programa de aminoácidos.

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