Baje a Paris el fin de semana. Uno de los pocos sitios donde todavía hay emociones fuertes.
Cometí la imprudencia de despertarme a las cinco de la mañana para chupar las cuatro horas y pico de autopista. Jugarme el pellejo entre esos enloquecidos camioneros salidos de las entrañas del vodka polaco o sabe el demonio de donde lo sacan. No merece la pena.
De arribada en Paris te dejas llevar por las jaurías metalizadas de la gran ciudad que si no se matan mas es porque los carros de hoy en día tienen consistencia.
Dando tumbos llegamos a la plaza de la Bastilla, nuestro destino. Encontramos un garaje donde dejar el coche pagado a precio de langosta, pero con la ventaja adicional de poderlo usar de armario seguro. Nos pusimos a patear las calles dirección fija: La Plaza de Vosges.
Paris estaba como siempre en estas fechas: a tope. De yanquis. Esos tipos que vienen a ver este mundo que les parece extraño pero por el que suspiran.
Las turbas hispanas este año no. Nada. Nadie. Un portugués perdido. Algún pudiente italiano entrado en años. Los nórdicos no viene hasta mas adelante. En estas fechas están produciendo en el motor de Europa.
Los jodidos rumanos que expulso el Sarkozy han vuelto. A joder las calles y atracar los bolsillos. Hasta casi te haces del frente nacional con estas pandillas de desgraciados.
Las señoras donde siempre. Los estudiantes en los colegios. Los bares con sillas donde sentarse. Los croissants inmensos del bar del faro de la Bastilla, como cada día, perfectos.
Así, entre esto y lo otro, de vuelta a Paris, epicentro de la Europa seria. Se lo cuento
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