Si usted se pregunta qué enfermedad grave es la que nos
lleva a bajar cada año por estas fechas al villorrio de Maastricht, tendré que
contestarle que respuesta racional no hay. Si económica. En tres días te
consigues la mitad de los créditos que
precisas cada año para seguir
disfrutando de tu licencia de retejador oficial de azoteas y demás alteraciones
mentales en los territorios de la Reina Naranja.
Las noches son de camaderia y despilfarro de recuerdos
regados por algún buen vinillo europeo. Esos momentos de cualquier tiempo
pasado fue mejor con los que nos engañamos y consolamos los humanos.
Si usted no pertenece a esta banda sea sensato: allí no
hay nada que hacer/ ver. Un pueblo de burgueses adinerados que viven del arte
de conseguir a los aldeanos lo que ya les dieron. Blanquear los euros negros a
los alemanes de la cuenca del Rin. Venderles a los mismos lo que podrían comprarse
en Paris a mejor precio. La casta de los médicos redentores de su bolsillo. Ídem
de abogados. Un museo con edificio histriónico y sin colección conocida. Una universidad
que experimenta modelos agraciados de enseñanza. Un rio frio y sucio. Terraza a
doquier. Una virgen milagrosa. Varios puentes. Más hoteles. Putas finas. Putas
proletarias. Chorizos de corbata. Tiendas y más tiendas. Vacías.
La crisis ha llegado a Maastricht y les entra el pavor.
Los ricos europeos que practicaron como nadie el escarnio y robo de los
ignorantes del sur se han despertado este mes con 30.000 parados en cuatro
semanas. De repente el país está en guerra buscando al culpable. Ellos tan
ordenados y rectos.
Mientras los loqueros hacen como que no va con ellos y
comentan que cuanto más desgracia más trabajo: ¡Hay que despedir a este
gobierno! Lo despedirán pronto. Que los súbditos de las tierras de la Reina
Naranja no admiten desde siglos el pendoneo. Pero usted de turista, aquí, no
tiene nada que ver. Aprender, de todo. ¡Venga!
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