domingo, 2 de junio de 2013

La explosion turca


Me preguntan si se puede ir a Turquía. ¡Faltaría más! En las ciudades turcas está usted tan seguro o más que en su barrio. Que estos días pueda salir a la calle sin que le piquen los ojos y la garganta, eso ya es otro cantar.

La revolución no llegara, no se emocione, no se inquiete. Lo que está pasando en Istanbul y demás ciudades turcas es de libro. Imagínense el contexto: Istanbul es una ciudad en la que viven 17.000.000 de personas. Ese número parece grande. Es inmenso. ¿Sabe cuántos son? Los mismos habitantes que tiene Holanda, uno de los países europeos más poblados. Solo que los turcos se reparten en unos pocos metros cuadrados.

¿Quiénes son? Jóvenes, muy jóvenes. La gran mayoría emigrados de las tierras del interior. Anatolios de baja formación que llega a la ciudad a disfrutar del milagro turco. Se lo prometió el presidente. Ese coranista faraónico que si no es amigo de Aznar debería serlo: usa sus mismos trucos. El desarrollo turco está basado en las mismas premisas que la gran mentira hispana: el pelotazo del ladrillo.

De momento les va bien. Solo hay que pasearse por el caos de Istanbul para comprobar que en cuatro años han desaparecido todos los vehículos viejos. Cambiaron las carracas por Fiat, Volkswagen y demás, creando una clase media que también busca el Armani. Las gangas ya no existen. No se engañe. Cualquier cosa de calidad es tan o más cara que en Europa. Hasta comer se ha disparado.

Al coranista faraónico lo votan los campesinos de Anatolia. Tres mayorías absolutas le dieron. Son los errores de los pueblos sin cultura política. Dar carta blanca a quien sea. De repente se vieron con dinero en el bolsillo. Y nada más.

Ya no te dejan beber cerveza en la calle. Hay que visitar la mezquita. Los besos públicos se sancionan. Los pañuelos se hacen obligatorios. Las faldas largas se extienden. Con los votos del campesino iletrado y el gran cabreo de la creciente y pudiente clase media.

El coranista sigue de farol. Se despertó del susto cuando los proletarios del Istanbul asiático, ayer, cruzaron a pie los puentes sobre el Bósforo. Lo nunca visto. Jamás lo espero. Consiguió lo imposible: juntar el cabreo burgués con el hambre de los buscadores del paraíso prometido.

Lo lleva mal. Se le va de las manos. Por eso ayer mando retirar temporalmente a los perros de presa, esos energúmenos que practican lo que siempre hicieron: masacrar al pueblo. Amainara. Buscaran un chivo expiatorio. Un culpable. Es lo que demanda el pueblo. Mientras prepárese para para más reacción. El coranista tardara un poco en caer. Todavía hay que convencer a los anatolios de que el paraíso no existe

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