Salimos de Porteree a las cinco de la
mañana y llegamos al puerto de Tyne demasiado pronto. Excepto ciervos y los
radares fijos de la policía ni un alma en la carretera. Deben estar
compinchados.
Llegando a la terminal del ferry han
montado un “shop” de esos que tanto les gusta a los pueblos pobres. Le venden
la moto de comprar artilugios “ de marca” a precios tirados. Mientras ellos
hacen el agosto deshaciéndose de lo que todavía no han vendido manteniendo la
ganancia. La ilusión como mercancía. Funciona con perfección germánica. Estaba
a tope.
Tras una vuelta bajo el epígrafe estudio
de campo y la cartera atada, cerrada, a salvo, optamos por saciar el hambre con
el pescado que dicen vender en el muelle de Tyne.
La variedad es grande. De tasca proletaria
a restaurante de lujo. Pescada del día.
Fresca a mas no poder. Precios asequibles. Espectáculo del trajinar de
pesqueros y mercantes. Ojo a las cagadas de las gaviotas….
El tiempo pasa rápido y hubo que dejarlo
para subir al ferry que te lleva a casa. Los turistas se apresuran en
deshacerse de las ultimas libras en la tienda de golosinas. Optamos por
guardarlas ya que la lógica dice que el mayo próximo, si el cuerpo lo permite,
volveremos a las Hebridas exteriores. Allí donde pastan los bíblicos escoceses
de 6 días de trabajo y uno de oración.
Oramos para que los aduaneros ingleses no
jodan la marrana y el inexistente cumplió. Claro que equivocamos el mensaje.
Esta vez nos jodio la naviera dejándonos tirados: los primeros en llegar los últimos
en embarcar.
Volvimos a casa.
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